Pues mañana toca reflexionar sobre a quién le concedemos nuestra confianza los próximos cuatro años. Elegir entre el voto mediático, el que nos imponen los medios, el del y tu más, el de las puñaladas políticas, el del bipartidismo clásico, el del bipartidismo moderno, el que tiene opciones de sacar un buen resultado.... o el voto de agrupaciones minoritarias, que no salen en debates ni noticias, pero que son más consecuentes y respetuosos con los principios, las promesas y la confianza recibida.
Nosotros elegimos la sociedad y el país que queremos construir, la opción fácil y rápida, la sociedad mediática, o la opción difícil y exigente , la sociedad con principios y promesas genuinas.
viernes, 18 de diciembre de 2015
A reflexionar, pero bien. Programa, programa, programa.
jueves, 10 de diciembre de 2015
Madurez democrática.
Apenado asisto éstos días al acostumbrado fraude de la mal llamada "fiesta de la democracia" en la que unos, los "demócratas" profesionales de postizo y postureo, utilizan toda su artillería de carisma, elocuencia y seducción, y los otros, los infelices incautos, asisten embobados a este circo mediático de falsas promesas y expectativas utópicas, mientras se contentan con sentirse vencedores del debate, ganar al "enemigo" en las urnas; aunque perdamos todos; o elegir la opción menos mala porque "todos son iguales".
Frases recurrentes y repetidas hasta la saciedad cómo un soniquete típico y tópico del mundo deportivo, tal como "no hay enemigo pequeño" o "no se gana sin bajar del autobús", son el "lo importante es una alta participación" o "el debate es bueno en democracia"... Pues permítanme la licencia de utilizar otra frase típica del periodismo deportivo cuando les digo que eso no son más que "bacalás" y palabras vanas.
El debate en democracia es bueno solo cuando se da en las calles, en las plazas, en los bares, entre personas anónimas, comprometidas con conocer el programa que votan, respetuosas con el pensamiento contrario y con la firme voluntad de buscar lo mejor para su comunidad, país o estado, más allá de bandos irreconciliables o revanchismo cainita. Eso es democracia.
Debates televisivos como los que vivimos estos días en los que todo es imagen, artificio y pirotecnia, en los que se valora más la estética, los gestos, y los rifirrafes que las propuestas, sólo son buenos para los rankings de audiencia o, en algún caso y como dije anteriormente, para contentar el ego de algún fanático seguidor que encumbrará a su "púgil" como ganador, aunque seguro que, al fin y a la postre, todos se consideran ganadores. Eso, señoras y señores, no es democracia, será otra cosa, pero ni es conveniente para crear cultura y conciencia democrática, ni para crear futuro, crecimiento económico ni estabilidad en el país.
En cuanto a la absurda idea de valorar la bonanza y la "buena salud" de nuestra democracia asociándola al porcentaje de participación, más de lo mismo, datos para contentar audiencias poco exigentes, que asimilan cantidad con calidad democrática.
Háblenme de datos de participación cuando al menos la mitad de esos votantes no hayan sido criados en el rechazo a la política y en la ignorancia democrática, cuando hayan entendido la responsabilidad que conlleva el privilegio de votar, que al menos sean consecuentes, se hayan leído y sean conscientes del programa que votan; y mucho mejor si han hecho lo mismo con los que descartan; y no voten por costumbre, partidismo, desidia o buscando el mal menor. Entonces un alto porcentaje de participación podrá considerarse como positivo, entre tanto no es más que una cortina de humo.
Por eso me causa una extraña mezcla de pavor, risa y pena cuando alguien saca a colación la madurez democrática de este país.
Un país no puede considerarse maduro democráticamente cuando las opciones minoritarias son privadas de su derecho de presentar candidatura porque los "primeros de la clase" han impuesto un número mínimo de avales, unos 45.000, que para las formaciones modestas son un hándicap imposible de superar que daña y limita la pluralidad política necesaria en toda democracia.
Un pueblo maduro democráticamente no necesita de los faustos, la pirotecnia ni de debates "decisivos" para decidir el voto. Un país maduro democráticamente podría prescindir del derroche que supone una campaña electoral, pero en este país parece que necesitamos de ceremonias electorales para autoconvencernos de que disfrutamos de un genuino proceso electoral. En un país maduro democráticamente los ciudadanos han sido educados en la responsabilidad política, cultivados en cultura democrática, carentes de lastres históricos revanchistas, libres de dogmas y tabús, necesitan poco más que estudiar los programas y las propuestas, decidir cual de ellos merece su confianza, vigilar su cumplimiento y castigar a quien haya defraudado esa confianza. En ningún caso un ciudadano cultivado en democracia basaría su elección en la imagen del candidato, en un eslogan más o menos acertado o en un rifirrafe político televisado.
"Programa, programa, programa" como diría mi admirado Julio Anguita que, aunque con ciertas diferencias ideológicas, siempre me ha parecido un político consecuente y coherente, algo inusual en esos tiempos en que los anticaspa acaban siendo los más casposos.
Cada día estoy más convencido, y se que esto me traerá más de un reproche, y algo más, de que éste país no sólo necesita promover una educación sería y rigurosa en política democrática, si no que sería muy conveniente instaurar un carnet o certificado de elector, que se otorgaría tras un sencillo examen de conceptos básicos de la política nacional, y al que se podría presentar cuantas veces se quisiera. Con él tendríamos muchas más garantías de que quien acuda a las urnas tiene un mínimo de conocimiento de las propuestas, interés real y que entiende la responsabilidad y el compromiso que conlleva depositar el voto y no lo tenga por algo baladí.
El sufragio universal en teoría se nos muestra como algo conveniente y bueno para la democracia, y así debería ser pero en la práctica, y en la coyuntura actual, le concede el mismo valor e importancia al voto de un ciudadano comprometido con la situación y la problemática del país que al voto de quien carece de inquietudes y preocupación social, aspirantes a tronistas, chonis o poligoneros.
En ese caso el sufragio universal no hace más que devaluar y debilitar la democracia que debería fortalecer.
Y no, no somos un país maduro democráticamente, si lo fuéramos hubiéramos aprovechado las condiciones sociales y el hartazgo de la mayoría indignada, que hace unos años nos brindó una ocasión única de derrocar éste sucedáneo de democracia que llevamos consintiendo desde que se impuso el parche de la transición. Pero no, desinflaron ese incómodo y peligroso globo de malestar social, de indignación popular, que amenazaba con explotarles en la cara, colándonos un inofensivo y remozado bipartidismo, que no hace más que perpetuar el ineficaz e injusto sistema que se aspiraba derribar.
Las agrupaciones de nuevo cuño, las del bipartidismo 2.0, son igual de mediáticas y populistas que las veteranas, pero mucho más sectarias y revanchistas.
En este país, salvo honrosas excepciones, no se conoce el programa que se vota ni el que se descarta, el voto se basa en la costumbre, la popularidad, el partidismo o el miedo al "ogro" rojo o facha. No se vigila ni exige el cumplimiento de las promesas electorales y, no sólo no se castiga esa traición en las urnas si no que los casos de corrupción y prevarición se multiplican con total impunidad, en la mayoría de los casos sin consecuencias legales o políticas, mientras el cómplice y manso pueblo calla y otorga.
En definitiva, deberíamos cuestionarnos nuestra democracia y nuestro nivel de exigencia política, si queremos crecer y conseguir una democracia digna de llamarse así, y una verdadera madurez democrática. Quizás así lleguemos a recuperar nuestra soberanía y dejemos de ser súbditos de países e intereses extranjeros.
Frases recurrentes y repetidas hasta la saciedad cómo un soniquete típico y tópico del mundo deportivo, tal como "no hay enemigo pequeño" o "no se gana sin bajar del autobús", son el "lo importante es una alta participación" o "el debate es bueno en democracia"... Pues permítanme la licencia de utilizar otra frase típica del periodismo deportivo cuando les digo que eso no son más que "bacalás" y palabras vanas.
El debate en democracia es bueno solo cuando se da en las calles, en las plazas, en los bares, entre personas anónimas, comprometidas con conocer el programa que votan, respetuosas con el pensamiento contrario y con la firme voluntad de buscar lo mejor para su comunidad, país o estado, más allá de bandos irreconciliables o revanchismo cainita. Eso es democracia.
Debates televisivos como los que vivimos estos días en los que todo es imagen, artificio y pirotecnia, en los que se valora más la estética, los gestos, y los rifirrafes que las propuestas, sólo son buenos para los rankings de audiencia o, en algún caso y como dije anteriormente, para contentar el ego de algún fanático seguidor que encumbrará a su "púgil" como ganador, aunque seguro que, al fin y a la postre, todos se consideran ganadores. Eso, señoras y señores, no es democracia, será otra cosa, pero ni es conveniente para crear cultura y conciencia democrática, ni para crear futuro, crecimiento económico ni estabilidad en el país.
En cuanto a la absurda idea de valorar la bonanza y la "buena salud" de nuestra democracia asociándola al porcentaje de participación, más de lo mismo, datos para contentar audiencias poco exigentes, que asimilan cantidad con calidad democrática.
Háblenme de datos de participación cuando al menos la mitad de esos votantes no hayan sido criados en el rechazo a la política y en la ignorancia democrática, cuando hayan entendido la responsabilidad que conlleva el privilegio de votar, que al menos sean consecuentes, se hayan leído y sean conscientes del programa que votan; y mucho mejor si han hecho lo mismo con los que descartan; y no voten por costumbre, partidismo, desidia o buscando el mal menor. Entonces un alto porcentaje de participación podrá considerarse como positivo, entre tanto no es más que una cortina de humo.
Por eso me causa una extraña mezcla de pavor, risa y pena cuando alguien saca a colación la madurez democrática de este país.
Un país no puede considerarse maduro democráticamente cuando las opciones minoritarias son privadas de su derecho de presentar candidatura porque los "primeros de la clase" han impuesto un número mínimo de avales, unos 45.000, que para las formaciones modestas son un hándicap imposible de superar que daña y limita la pluralidad política necesaria en toda democracia.
Un pueblo maduro democráticamente no necesita de los faustos, la pirotecnia ni de debates "decisivos" para decidir el voto. Un país maduro democráticamente podría prescindir del derroche que supone una campaña electoral, pero en este país parece que necesitamos de ceremonias electorales para autoconvencernos de que disfrutamos de un genuino proceso electoral. En un país maduro democráticamente los ciudadanos han sido educados en la responsabilidad política, cultivados en cultura democrática, carentes de lastres históricos revanchistas, libres de dogmas y tabús, necesitan poco más que estudiar los programas y las propuestas, decidir cual de ellos merece su confianza, vigilar su cumplimiento y castigar a quien haya defraudado esa confianza. En ningún caso un ciudadano cultivado en democracia basaría su elección en la imagen del candidato, en un eslogan más o menos acertado o en un rifirrafe político televisado.
"Programa, programa, programa" como diría mi admirado Julio Anguita que, aunque con ciertas diferencias ideológicas, siempre me ha parecido un político consecuente y coherente, algo inusual en esos tiempos en que los anticaspa acaban siendo los más casposos.
Cada día estoy más convencido, y se que esto me traerá más de un reproche, y algo más, de que éste país no sólo necesita promover una educación sería y rigurosa en política democrática, si no que sería muy conveniente instaurar un carnet o certificado de elector, que se otorgaría tras un sencillo examen de conceptos básicos de la política nacional, y al que se podría presentar cuantas veces se quisiera. Con él tendríamos muchas más garantías de que quien acuda a las urnas tiene un mínimo de conocimiento de las propuestas, interés real y que entiende la responsabilidad y el compromiso que conlleva depositar el voto y no lo tenga por algo baladí.
El sufragio universal en teoría se nos muestra como algo conveniente y bueno para la democracia, y así debería ser pero en la práctica, y en la coyuntura actual, le concede el mismo valor e importancia al voto de un ciudadano comprometido con la situación y la problemática del país que al voto de quien carece de inquietudes y preocupación social, aspirantes a tronistas, chonis o poligoneros.
En ese caso el sufragio universal no hace más que devaluar y debilitar la democracia que debería fortalecer.
Y no, no somos un país maduro democráticamente, si lo fuéramos hubiéramos aprovechado las condiciones sociales y el hartazgo de la mayoría indignada, que hace unos años nos brindó una ocasión única de derrocar éste sucedáneo de democracia que llevamos consintiendo desde que se impuso el parche de la transición. Pero no, desinflaron ese incómodo y peligroso globo de malestar social, de indignación popular, que amenazaba con explotarles en la cara, colándonos un inofensivo y remozado bipartidismo, que no hace más que perpetuar el ineficaz e injusto sistema que se aspiraba derribar.
Las agrupaciones de nuevo cuño, las del bipartidismo 2.0, son igual de mediáticas y populistas que las veteranas, pero mucho más sectarias y revanchistas.
En este país, salvo honrosas excepciones, no se conoce el programa que se vota ni el que se descarta, el voto se basa en la costumbre, la popularidad, el partidismo o el miedo al "ogro" rojo o facha. No se vigila ni exige el cumplimiento de las promesas electorales y, no sólo no se castiga esa traición en las urnas si no que los casos de corrupción y prevarición se multiplican con total impunidad, en la mayoría de los casos sin consecuencias legales o políticas, mientras el cómplice y manso pueblo calla y otorga.
Emmanuel Goldstein en "1984" de George Orwell |
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